Marido y mujer quieren visitar una exposición. Se han puesto elegantes, están de buen humor y llenos de expectación.
Delante de la entrada de un gran edificio sin ventanas, en el que se muestra la exposición, hay un pequeño parque, un césped pisoteado, sembrado de excrementos de perro y rodeado rectangularmente de enclenques arbolitos. En dos filas que conducen hacia la entrada se encuentran algunos cubos de cemento, aproximadamente del tamaño de pequeños quioscos de periódicos. Cada uno de estos cubos tiene en el lado anterior una ventanita baja corrediza, encima puede leerse: billetes de entrada.
La mujer se sienta en un banco de jardín mientras el hombre se dirige al cubo más próximo y se asoma a la ventana de la taquilla, dentro está sentado un individuo con tirantes, extraordinariamente gordo, calvo, que duerme con la boca abierta. El hombre llama con los nudillos al crista, primero cauteloso, luego cada vez más enérgico. El gordo despierta, se limpia la saliva de la barbilla y abre la ventanilla.
El hombre tiene que inclinarse mucho para hacerse entender.
- Para dos adultos, por favor. ¿Cuánto es?
El gordo mira pensativo al vacío. Asiente un par de veces, cierra la ventanilla y vuelve a dormirse.
El hombre espera un rato, pero como el gordo no vuelve a despertarse, hace a su mujer una señal para que aguarde un poco y camina hacia el siguiente cubo de cemento.
Ve en el interior a una persona femenina sentada en una silla, durmiendo. Es tan monstruosamente gorda, que casi llena todo el pequeño espacio. El hombre se pregunta cómo puede entrar y salir por la puerta, cuando se da cuenta de que el cubo de cemento no tiene ninguna clase de puerta. La pequeña ventana parece ser la única abertura existente.
Llama con los nudillos. Al cabo de un rato se despierta la persona femenina y abre.
- Para dos adultos, por favor –dice él-. ¿Cuánto es?
- Sí –responde ella, perezosa.
Él espera.
La persona femenina cierra la ventanilla y vuelve a dormirse.
El hombre no está dispuesto a dejarse desanimar tan de prisa. En el siguiente cubo está sentado un joven igual de gordo, en el próximo una vieja no menos voluminosa en combinación, con una redecilla sobre el pelo ralo. Ambos no se despiertan hasta después de mucho insistir, abren su ventanilla, escuchan la pregunta, asienten con la cabeza, cierran la ventanilla y vuelven a dormirse.
El hombre va paciente de cubo en cubo. Las personas que están en las taquillas no guardan ninguna semejanza, aparte de su enorme corpulencia.
Detrás de la última ventanilla está sentada una niña, de unos seis u ocho años. En proporción con su edad está casi más gorda que los demás ocupantes de los cubos. Su cara hinchada es de una palidez pastosa, en el pelo incoloro lleva un lazo rosa.
El hombre está a punto de llamar como en las taquillas anteriores, cuando su mirada cae sobre una nota pegada desde dentro al cristal.
¡No digas lo que quieres!
¡Pregúntame lo que necesito!
El hombre llama a su mujer con un gesto de la mano y ambos estudian el aviso escrito con desmañada letra infantil con un rotulador desteñido.
La mujer suspira.
- Desde luego, hoy en día no le ponen a uno las cosas precisamente fáciles.
- No, verdaderamente, no –dice él-; quizás por eso vienen tan pocos visitantes. Desde que estamos aquí no he visto a nadie, aparte de nosotros.
Llama con los nudillos, la niña pálida gorda despierta y abre la ventana corrediza.
- ¿Es que no tienen puertas –pregunta el hombre- por las que puedan entrar y salir?
- No –responde la niña, sonrojándose fugazmente, como si hubiese confesado algo vergonzoso.
Ahora interviene la mujer en la conversación:
- ¿Entonces habrán construido los cubos alrededor de ustedes? ¿O cómo entraron en ellos?
La niña gorda asiente, triste.
- Los han construido alrededor de nosotros. Pero no contaban con que creceríamos. Somos una familia, ¿sabe?, aunque quizás no se nos note.
- ¡Pero entonces no pueden conversar nunca! –tercia, compadecida, la mujer.
- Eso no es lo peor –opina la niña-, pues de todos modos sólo discutiríamos siempre. Lo peor es que nunca podemos ir a la exposición, aunque seamos nosotros los que vendemos las entradas. Sin nosotros no podría entrar nadie.
- ¿Te parece eso tan importante? –se interesa la mujer-. Quiero decir que aún eres pequeña, o en todo caso joven. ¿Crees que podrías comprenderlo todo?
- Comprender… -la niña se encoge de hombros-, simplemente quisiera saber lo que hay que ver allí.
- Nosotros podemos contártelo –propone la mujer- cuando salgamos.
La niña la mira, agradecida.
- Pero para eso –opina el hombre- tenemos que entrar antes, naturalmente. Necesitamos dos entradas ¿verdad?
- Si -dice la niña gorda, que ya parece otra vez sumamente adormilada. Por eso el prosigue rápidamente:
- ¿Qué harías tú si pudieses moverte libremente?
- Entraría para averiguar por qué tenemos que estar aquí encerrados.
- Pero si te pudiese moverte libremente no estarías aquí encerrada y no tendrías ninguna razón para entrar.
La niña gorda mira asombrada al hombre.
- ¡Es verdad! –murmura-. Entonces puedo quedarme aquí sentada. En eso no había pensado nunca.
- ¡Lo ves! –dice la mujer, sonriendo amablemente-. Dos entradas para nosotros, ¡por favor!
- ¡Y un catálogo! –añade él, presuroso.
- Dos adultos…, un catálogo –repite la niña gorda rutinariamente-. Aquí tiene.
Empuja los dos billetes y el catálogo fuera de la taquilla y cierra la ventanilla sin haber cobrado y vuelve a dormirse con cara satisfecha.
El hombre y la mujer se miran, lanzan al mismo tiempo un suspiro de alivio y pasan por la gran puerta de entrada al edificio sin ventanas. Sobre la puerta figura en grandes letras el título de la exposición: Objetos.
En la primera sala se encuentran con una oveja que está en un rincón con la cabeza y las orejas gachas.
Él hojea el catálogo y encuentra el título Oveja. Lo lee a media voz.
- Parece casi natural, ¿no te parece? –pregunta la mujer con aprehensión.
La oveja bala levemente, apenada. La mujer se agarra al brazo de su marido y susurra:
- Sigamos, ¡de prisa!
En la siguiente sala encuentran una vitrina de cristal en la que se apoya un plumero. El hombre vuelve a consultar y encuentra el título Plumero. Y de nuevo lo lee a media voz.
La mujer camina alrededor de la vitrina y contempla la pieza expuesta desde todos los lados.
- ¡Exacto! –dice finalmente, asintiendo convencida.
La habitación contigua está hasta los tobillos llena de arena del desierto. Y el título de la obra es, naturalmente, Arena del desierto.
Caminan por la arena.
A continuación contemplan una antorcha ardiendo con el título Antorcha ardiendo, metida en una estructura con hachas diversas. Luego viene una red muy larga con el título Red, tendida a través de toda la sala. En la sala que sigue hay un reloj de pie con el título Reloj de pie.
Marido y mujer encuentran allí a otro visitante. Se trata de un colega del marido que saluda afectuosamente a ambos. Lleva consigo una langosta viva que sujeta como una cosa un poco incómoda debajo del brazo izquierdo.
Primero hablan de todo un poco, luego el colega pregunta súbitamente:
- ¿Qué les parece la exposición?
Marido y mujer intercambian una mirada insegura y murmuran algo como “Todavía no tenemos un juicio definitivo” y “Acabamos de llegar”.
El colega les interrumpe:
- Bueno, yo lo siento –dice en voz alta con desfachatez-, de verdad lo siento, pero tengo que decir sinceramente que yo no sé que hacer con esta clase de arte. Me parece un abuso.
- ¿Arte? –pregunta el hombre sumamente asombrado-, ah, ¿es que esto es una exposición de arte?
El colega le mira igual de perplejo.
- ¿Cómo, es que no lo es? ¡Entonces he venido a la exposición equivocada! ¿Pero esto qué es?
Se produce una pequeña pausa embarazosa, luego el hombre pregunta sólo por decir algo, por la langosta y si el colega la quiere guisar.
- ¡No, no! –contesta casi indignado-, el animalito se vino conmigo hace unos días, pero no puedo dejarlo en casa porque mi mujer me ha amenazado con tirarlo por la ventana en cuanto la deje sola con él. Afirma que esta criatura inofensiva estropea nuestros muebles tapizados. Naturalmente, una acusación sin fundamento, que sólo pretende aguarme la fiesta. ¡Ya conoce usted a mi mujer! En todo caso me veo forzado a llevar al animal constantemente conmigo, aunque a la larga esto no es tampoco una solución, claro.
Marido y mujer manifiestan al colega su pesar por los contratiempos que ha sufrido y expresan su esperanza de que todo se arregle pronto. Luego se despiden y reanudan su recorrido por la exposición.
Contemplan con interés un gran palomar de madera con el título Palomar. Durante algún tiempo permanecen también delante de un paquete de cartuchos de dinamita envueltos en papel grasiento y unidos por tiras de papel adhesivo. Algunos cables eléctricos de distintos colores unen el paquete con un despertador que hace tictac. De acuerdo con el catálogo, la obra lleva el título Bomba de relojería.
- Qué bonito –dice la mujer un poco insegura. Su marido hace “¡psst!” y se vuelve hacia un par de visitantes que acaban de entrar, pues tiene la sensación de que este juicio es de algún modo inadecuado.
En la sala siguiente encuentran la palabra verde escrita con grandes letras rojas sobre la pared. Asombrosamente, el título no reza esta vez Verde, como había supuesto el marido, sino Letras.
- Muy original –murmura él y ella asiente y añade:
- Pero acertado, ¿no?
Luego llegan a una sala en la que huele de manera nauseabunda, pues hay un gran recipiente lleno de ojos de pescado. El título es, como cabía esperar, Ojos de pescado.
La mujer no soporta el olor, así que prosiguen rápidamente su marcha.
En medio de la sala contigua hay una lata sobre un pedestal de madera. Se trata de una lata corriente, cilíndrica, cerrada por todos los lados titulada Lata.
Delante está un niño pequeño completamente solo, inmóvil, sumido en la contemplación.
- ¿Qué, pequeño –pregunta la mujer maternalmente-, te han perdido tus padres?
Se inclina hacia él y se asusta un poco, pues el pequeño tiene una barba negra. Tras una breve conversación, resulta que es un crítico famoso.
- ¡Esto –dice el crítico, señalando la lata con un dedito diminuto- es una obra maestra!
El marido no quiere desaprovechar la ocasión de aprender y pregunta:
- ¿Según qué criterios juzga usted una obra?
- En primer lugar –explica el pequeño barbudo-, me pregunto lo que nos quería comunicar el artista. Y luego decido si los medios que emplea para ello son los adecuados para su mensaje. Esta lata cerrada por todos los lados expresa la imposibilidad perfecta de cualquier comunicación. Nada interior sale fuera, nada exterior alcanza el interior. El artista nos comunica de manera impresionante que no existe ninguna posibilidad de comunicación para nosotros. Y el medio de este mensaje es totalmente convincente.
- ¿No hay ahí una cierta contradicción? –aventura cautamente el marido.
- ¡Por supuesto! –contesta el pequeño, enojado-, ¡de lo contrario no sería una obra de arte!
- ¡De modo que sí que es una exposición de arte! –dice la mujer.
El crítico la mira irritado desde abajo, pero se domina rápidamente y responde:
- Eso es completamente irrelevante.
Marido y mujer le agradecen la importante explicación y continúan de prisa su camino. Encuentran en la sala siguiente una muleta con el título Muleta y un huevo con una hoja marchita al lado, titulados, respectivamente, Huevo y Hoja, pero no logran aplicar a esto lo que acaban de aprender. Tampoco un catalejo de latón macizo que lleva el título Catalejo les revela su significado.
Están un poco descorazonados y pasan de largo entre las restantes piezas de la exposición, sin gran interés. Una vez se detienen ante un látigo cuya cuerda está enrollada alrededor del corto mango. El título es Látigo de circo. Pero tampoco aquí descubren el mensaje oculto.
- ¡Vamos! –dice el hombre-, me parece que se ha declarado en alguna parte un incendio.
Efectivamente, la sala donde se encuentran en ese momento se ha llenado en unos instantes de humo. En ese momento salen con paso rápido entre las nubes de humo dos médicos con batas blancas y mascarillas delante de la boca y la nariz. Entreambos transportan en una camilla a un bombero cuyo uniforme hecha humo. Su pierna está arrancada a la altura de la rodilla, el muñón envuelto en vendas sangrientas.
Marido y mujer se tapan la boca con pañuelos y corren hacia la salida. La alcanzan con las narices negras de hollín y los ojos enrojecidos. Su ropa está llena de tiznones, su pelo chamuscado.
Delante del cubo de cemento en el que está sentada la niña gorda se detienen para tomar aliento. La niña abre la ventanilla y el hombre pregunta qué es lo que ha sucedido.
- Ha estallado una bomba –dice la niña-, ¿es que no ha oído la explosión?
- No hemos notado nada –dice el hombre.
- Esto sí que es extraño –añade la mujer-, ¿estaremos otra vez en guerra?
- Todavía no –explica la niña un poco resabia-, de momento era sólo un atentado contra el primer ministro de Ndongo.
- Vaya –dice el marido, secándose con un pañuelo sucio los ojos llorosos-, no sabía que estaba aquí.
- Y no está –contesta la niña gorda-, ¡gracias a Dios! Actualmente se encuentra en el congreso de Karan-el-Zur.
- Ah, bueno –opina la mujer-, entonces no habrá pasado nada.
- No, afortunadamente no –responde la niña-, excepto un cartero que salió despedido por los aires. Pero eso sólo fue un descuido, naturalmente.
- Era un bombero –corrige el marido.
- No, un cartero –insiste la niña-. Pero fue culpa suya. Debería estar repartiendo cartas en lugar de merodear por aquí. Por eso no se considera válida su muerte.
Con estas palabras la niña gorda cierra su ventanilla corrediza y vuelve a dormirse.
- ¿Para qué íbamos a contarle a la niña lo que se podía ver? –pregunta la mujer un poco contrariada-. De todos modos lo sabe todo mejor.
Pasan junto al edificio sin ventanas, por cuya entrada sigue todavía saliendo humo. Junto al muro, dos médicos exploran la pared y la ausculta con sus estetoscopios.
- ¡Qué extraño! –dice uno, quitándose el aparato de las orejas-, al parecer la explosión se propaga en el interior del muro lenta pero inconteniblemente.
El otro sacude la cabeza y murmura:
- Un efecto lateral completamente inesperado.
Marido y mujer vuelven a casa sumidos en profundos pensamientos. Al cabo de un rato dice él:
- Era un bombero. Estoy completamente seguro.
Ella asiente y él prosigue:
- ¿Por qué lo ponen hoy todo tan difícil?
Ella se coge de su brazo, entrelaza sus dedos negros de hollín con los suyos y dice, asaltada de pronto por una tristeza inexplicable:
- Quizás no iba contra nosotros. Seguro que no tenían mala intención. Pero tienes razón, no deberían hacer estas cosas.
Aquest relat de Michael Ende forma part del recull de contes El Mirall en el Mirall, inspirat en la metodologia pictòrica del seu pare, Edgard Ende, consistent en la selecció de visions a partir de l’adquisició d’un estat de conciència autosuggestionat.
La imatgr que il.lustra el post reprodueix l’oli d’Edgard Ende, Die Entlassung (L’acomiadament)
Die Entlassung
La versió d’aquesta i altres obres d’Ende així com les ilustracions originals per a l’obra de l’autor la trobareu a Michael Ende Land.